viernes, 3 de diciembre de 2010

El parque

Es más de medianoche, y como todos los días a estas horas, busco desesperadamente un sitio para aparcar mi coche, el gran problema de las ciudades masificadas de vehículos.

Lo primero que siempre hago es mirar, por si acaso en la misma calle donde vivo, aunque sin esperanza, nada, a estas horas nunca encuentro. Y continuo buscando. La segunda calle a la derecha, la siguiente a la izquierda, ladeo mi cabeza buscando un hueco libre, todo lleno. Siempre descarto dejar el coche cerca del cementerio, y no por miedo a los que descansan en paz, sino que al día siguiente me da mucha pereza ir a por él, está algo lejos. Pero no me incomoda dejarlo allí y tampoco me inquieta tener un camposanto cerca. A veces pienso que me ayuda a tener mayor conciencia de que no soy eterna, que la vida es muy breve, que hemos de aprovechar y disfrutar más el presente. Sinceramente creo que apenas meditamos sobre ello.

Comienzo a impacientarme, no hay forma de encontrar un lugar para mi coche. Y eso que es pequeño. Solo me quedan dos calles donde mirar y una de ellas siempre la quiero evitar. Me aproximo a la zona donde está el mercado. Tampoco tengo suerte.

Entro en la calle en la que casi siempre encuentro un sitio pero que siempre rehuyo. No me gusta, me da miedo. Es una calle larga, en la que caben muchos coches, en un lado de la acera hay casas adosadas con sus respectivos vados, ahi no se puede. Al otro lado un parque con dos puertas enrejadas que cierran al caer la tarde. En esta acera es donde aparcamos los coches. Este parque siempre me ha parecido desolado, a pesar de que en su parte central hay columpios bien cuidados en los que juegan los niños ajenos al ambiente fastamal que trasmite por la noche. Creo que la causa se debe a sus árboles, esbeltos, frondosos pero con un aire de misterio. Pero por fín aquí encuentro sitio, el cansancio vence al miedo y aparco. Entonces al aparcar el coche, cierro la puerta, a mis espaldas el parque, me giro totalmente y me detengo un instante y lo observo. Percibo como el viento se pasea entre las hojas de los árboles, con un rumor que a mi me produce escalofríos. En ese momento, me doy cuenta que fuera del parque donde yo me encuentro no se mueve nada, nada de aire, una noche en calma, ni un pelo de mi cabeza danza al viento, solo existe en el interior del parque. Hay un ciprés, solo uno, los demás son álamos, parece que me mire fijamente, que quiera susurrarme algo. Otro escalofrío recorre mi cuerpo. Como he dicho una noche en calma, ya terminó el verano, ya pasaron las noches sofocantes, ahora se puede pasear a gusto por las calles.

A mi alrededor ni un alma. Miro mi reloj, más de la una de la madrugada. ¿Cómo se me ha hecho tan tarde? El ciprés sigue mirándome. Me pregunto si querrá contarme algún secreto, alguna historia antigua vivida en el parque. Silencio. Siento una desazón en mi ser, estoy inquieta. Presiento que va a ocurrir algo. Detengo mi mirada en la tenue luz de una farola. A pesar de que el parque tiene cinco farolas solo hay dos encendidas. Una de ellas comienza a tintenear, termina por fundirse. Solo queda una farola iluminando el parque, no es suficiente. Vislumbro como sombras entre los árboles. Es mi imaginación o quiza me falle la vista, el cansancio del día, la tenue luz, el rumor del viento. Comienzo a tener miedo. Decido irme. Es muy tarde. Silencio.

Ladeo mi cuerpo hacia el coche, comprobando que he cerrado bien la puerta. Vuelvo a mirar el ciprés, sigue ahí, moviendo sus ramas por el vaivén del viento, me mira, le miro. Miro de soslayo sintiendo que algo que se mueve en el pasillo de la entrada del parque, la puerta enrejada, me doy la vuelta completamente apoyada sobre la puerta del coche. Y veo una presencia, una nebulosa camina languidamente por el pasillo central, que conduce a hacia la puerta principal donde yo me encuentro. Parece que va flotando sin llegar tocar el suelo. En este momento me viene a la mente los programas de radio de misterio que de jovencita solia escuchar con mi hermano, en los que disfrutábamos muchisimo y nunca nos causaron miedo sino curiosidad. Nunca fuimos niños miedosos.

Distingo que la nebulosa es una figura femenina, de ademanes suaves y distinguidos, se acerca hacia la puerta, entonces detecta mi presencia, yo no puedo mover ni un dedo, estoy petrificada. La puerta aunque cerrada, es atravesada por este ser fantamal, sus fuertes barrotes no oponen resistencia. Se acerca y a un metro de mi levanta un brazo, su mano delicada me señala hacia el parque y me dice: “ en otro tiempo aquí pasaron cosas horribles, este parque era el jardín de un antiguo palacio, en el que al atardecer se celebraban fiestas alegres e inocentes, a las que acudían jóvenes del pueblo, eran tiempos hermosos y felices, pero una noche ocurrió algo espantoso, de madrugada y sin avisar un hombre se presentó, decía que era un caballero de la edad media y que estaba atrapado en un tiempo que no le pertenecía, le acompañaba otro hombre, vestido con un hábito de monje, pero no lo era, era el demonio...”, quise hablarle, preguntarle, no pude, mi voz acallada por el miedo no pudo ni esbozar una palabra. La dama fantasmal se acercó aún más y más, si hubiera sido real, hubiera sentido su aliento, comencé a temblar por la proximidad de este ser, quiso poner su mano en mi hombro, lo hizo, pero yo no pude sentirlo y dijo: “ no aparques nunca por aquí, este lugar le pertenece, sobretodo en las noches en las que luna mengua y jamás lo hagas la noche donde los muertos salen de sus tumbas para unirse a los vivos y seducir a alguna alma inocente, quiza la tuya, márchate, rápido ”.

No pude moverme, hasta que no desapareció no pude dar un paso. Volvía a casa, pensando, preguntándome si esta visión había sido real, o fruto de mi cansancio, de la desesperación de buscar un sitio, de mi alocada imaginación, comencé a serenarme, sonreí, riéndome de mi misma. Cuando de repente, sentí que alguien me tocaba en la espalda, me giré, el miedo volvió, mi corazón se aceleró, y entonces vi algo que jamás olvidaré, enfrente de mi un monje que no era un monje y su rostro era una calabaza encendida que reía, ojos rojos que anunciaban mi muerte.

El diablo robó mi alma y ahora vago sin rumbo cada noche, con la esperanza de encontrar almas que puedan librarse de este mal que me aflige y tortura, pero nadie me ve, nadie me oye, y sé que el diablo volverá en esas noches en las que los muertos salen de sus tumbas para unirse a los vivos y seducir alguna alma inocente..., quizá la próxima sea la tuya, pero a nadie puedo salvar, pues no tengo alma, como aquel caballero de la edad media, deambulo sin alma, sin alma en la oscuridad.